Hoy es el día de San Pío de Pietrelcina, quien recibió los estigmas de Cristo

Cada 23 de septiembre la Iglesia Católica celebra a San Pio de Pietrelcina (1887-1968), a quien afectuosamente el mundo llama ‘Padre Pio’.

Este fraile y sacerdote franciscano, nacido en Italia, recibió los estigmas de Nuestro Señor Jesucristo, quien quiso asociarlo de una manera especial a su Pasión a lo largo de su vida. El Padre Pío, como Jesús, se hizo ofrenda viva para cargar en carne propia los dolores y sufrimientos ajenos, consecuencia de la caída del género humano. Por eso, no por error, le llamaron ‘el crucificado sin cruz’.

Llevar las llagas del Señor constituye un don de tal magnitud -tanto en su principio último como en sus manifestaciones- que supera toda explicación científica, razonamiento o cálculo humano. Quizá ayude un poco para un acercamiento justo a este hecho que constituye un auténtico misterio las palabras del propio santo: “Oh Jesús, mi suspiro y mi vida, te pido que hagas de mí un sacerdote santo y una víctima perfecta” (San Pío de Pietrelcina).

De nombre, Pío

Francesco Forgione -nombre de pila del Padre Pío- fue un fraile y sacerdote de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos (O.F.M. Cap.).

‘Pio’ fue el nombre que Francesco adoptó al recibir el hábito franciscano, pensando probablemente en la belleza que porta su significado (“devoto”, “misericordioso”, “benigno”, “compasivo”), así como en honrar, al mismo tiempo, a San Pío V, Papa al que profesó una gran devoción.

Un corazón moldeado por la gracia

Fray Pío nació en Pietrelcina, Campania (Italia), el 25 de mayo de 1887. A los cinco años tuvo su primera visión: Cristo se le presentó como el Sagrado Corazón de Jesús. El Señor se le acercó y posó su mano tiernamente sobre la cabeza del pequeño Francesco, quien, en respuesta, le prometió que sería su servidor a ejemplo de San Francisco de Asís, por quien le fue dado su nombre en el bautismo.

Desde ese momento, el futuro fraile cultivaría una estrechísima relación con Jesús y su Madre, la Virgen María, en la oración diaria y a través de sus visitas continuas a la iglesia local. Ella, la Madre de Dios, también se le aparecería en distintos momentos de su vida.

Con 15 años cumplidos, Francesco se presentó al convento franciscano de Morcone con la intención de ser admitido. Allí los hermanos lo recibieron con afecto y consideración. Ese sería el lugar donde viviría años intensos de formación, marcados por las visiones del Señor y de la Madre, en las que se le reveló que habría de librar duros combates contra el demonio en el futuro -batallas de las que salió airoso por gracia de Dios-.

De Morcone a San Giovanni Rotondo

El 10 de agosto de 1910, el entonces ‘Fray Pío’ fue ordenado sacerdote. Poco después, enfermó de fiebres y dolores muy fuertes, los que obligaron a sus superiores en Morcone a enviarlo a Pietrelcina -por su clima más amigable- para su recuperación.

En 1916, Pío sería trasladado al monasterio de San Giovanni Rotondo. El Padre Provincial, al ver que su salud había mejorado notablemente, decidió acogerlo de manera permanente en ese convento, tras cuyas paredes el santo recibió los estigmas.

Múltiples historias al respecto se hilvanaron por estos años -la mayoría distorsionadas e injustas-, y muchas cruces tuvo que cargar el Padre Pío por dicha causa: la incomprensión, la condena pública, el odio e incluso la envidia.

El relato sobre los estigmas

“Era la mañana del 20 de septiembre de 1918. Yo estaba en el coro haciendo la oración de acción de gracias de la Misa… se me apareció Cristo que sangraba por todas partes. De su cuerpo llagado salían rayos de luz que más bien parecían flechas que me herían los pies, las manos y el costado”, relató el Padre Pío, en su momento, a su director espiritual.

“Cuando volví en mí, me encontré en el suelo y llagado. Las manos, los pies y el costado me sangraban y me dolían hasta hacerme perder todas las fuerzas para levantarme. Me sentía morir, y hubiera muerto si el Señor no hubiera venido a sostenerme el corazón que sentía palpitar fuertemente en mi pecho. A gatas me arrastré hasta la celda. Me recosté y recé, miré otra vez mis llagas y lloré, elevando himnos de agradecimiento a Dios”, continuó el Padre.

Estas breves partes del relato resultan más que impresionantes. No obstante, haber llevado las heridas de Cristo y padecido de manera semejante a Él no lo empujaron a la ostentación -como suele suceder con los testimonios falsos de estigmatizados-. Todo lo contrario: hicieron del Padre Pío una persona única. La santidad que encarnó no radicó en el prodigio, como tampoco fue el caso de San Francisco de Asís -el primer santo en recibir los estigmas-. En el corazón del humilde sacerdote no hubo lugar para buscar la celebridad, la fama o el “enigma” -a pesar del frenesí causado por el milagro-.

La santidad es cuestión que se dirime en el orden de la caridad.

Un hombre ordinario

El Padre Pío fue fundamentalmente un santo de lo “ordinario”, en el sentido que, como todo mortal, tuvo que librar las mismas luchas espirituales por las que todos pasamos: Pío era un hombre como cualquiera, con defectos, fragilidades y virtudes.

Entonces, ¿en qué radicó la diferencia? La respuesta puede parecer excesivamente simple: el Padre Pío solo quiso pagar amor con amor. Quien vive consistentemente intentando esto, tarde o temprano, alcanzará lo “extraordinario”.

Por causa de la caridad, el Padre Pío recibió la extraordinaria capacidad para entender el alma humana, al punto que en varias oportunidades fue capaz de “leer” los corazones y las intenciones de quienes se le acercaban. Esa capacidad para penetrar y desnudar el interior que se quiere ocultar, lo ayudó a ser un confesor único. Abundantes testimonios corroboran que quienes acudían a él para confesarse encontraban el rostro misericordioso de Dios, que acoge sin condiciones al pecador; y frente al que toda verdad queda expuesta.

Finalmente, así como el Padre Pío se hizo famoso por haber recibido los estigmas de Jesucristo en las manos, los pies y el costado, así también se hizo célebre por haber obrado milagros en vida.

Los pobres

El Padre Pío fue un hombre preocupado por los necesitados. El 9 de enero de 1940 causó una de sus santas revoluciones. Convenció a sus grandes amigos para fundar un hospital, empresa considerada ‘imposible’.

Debía ser uno de esos hospitales que sirva para sanar “los cuerpos y también las almas” de la gente necesitada de su región. El proyecto tomó algunos años, pero finalmente se inauguró el 5 de mayo de 1956, con el nombre de “Casa Alivio del Sufrimiento”.

El Papa Juan Pablo II

San Juan Pablo II expresaba sin tapujos que tenía una especial admiración por el Padre Pío. No son pocos los testimonios que apuntan a que el santo fraile franciscano fue quien en una oportunidad confesó al Padre Karol Wojtyla, y le predijo en el marco del sacramento, que algún día llegaría a ser Papa.

De acuerdo a una carta enviada por el Papa Peregrino a los frailes de San Giovanni Rotondo unos tres años antes de morir, Wojtyla confesó que conoció al Padre Pio cuando aún era un joven sacerdote y se había confesado con él.

El contenido de la carta se hizo público -de acuerdo a la voluntad del Pontífice- luego de su muerte en 2005. En la misiva, San Juan Pablo II llamaba al Padre Pío “generoso dispensador de la gracia divina, siempre a disposición de todos”. Lo describe, además, como alguien lleno de receptividad y sabiduría espiritual, especialmente en la dispensación del sacramento de la penitencia. El Papa polaco así daba fe de por qué grandes multitudes de fieles acudían al convento de San Giovanni Rotondo a buscar al Padre Pío para reconciliarse con Dios.

Lo expresado por San Juan Pablo II va en contraposición total a esos círculos de críticos en los que se todavía se sigue sosteniendo que el Padre Pío era un confesor excesivamente riguroso, que trataba con dureza a los peregrinos. A favor de una apreciación positiva del Padre Pio en su rol de confesor acude la certeza de que los confesados volvían una y otra vez a ver al Padre, y encima convocaban a otros más a que hicieran lo mismo.

Gracias al santo de Pietrelcina muchos se hicieron más conscientes de la gravedad de sus faltas, y, gracias a eso, pudieron arrepentirse genuinamente.

Epílogo: oración y caridad

El Padre Pío partió a la Casa del Padre el 23 de septiembre de 1968, después de varias horas de agonía, en las que repitió con voz débil “¡Jesús, María!”.

Durante la ceremonia de su canonización, celebrada el 16 de junio de 2002, San Juan Pablo II afirmó con contundencia: “Oración y caridad, esta es una síntesis sumamente concreta de la enseñanza del Padre Pío, que hoy vuelve a proponerse a todos”.

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