La educación sexual sigue en los diarios. Más allá de las polémicas, esto manifiesta una profunda preocupación por las relaciones afectivas y el proyecto de vida de adolescentes y jóvenes. No es para menos. Cuando superamos las disputas generales y podemos estudiar, encuestar y dialogar con los y las adolescentes resulta evidente que es urgente mejorar nuestra propuesta educativa para acompañarlos mejor.
Recientemente, como parte de un proyecto más amplio, tuve la oportunidad de realizar un cuestionario de diagnóstico en el último año de un colegio secundario sobre relaciones afectivas: el 63% de las mujeres afirmó haberse sentido controlada o con falta de libertad; el 53% de mujeres y 41% de varones, atrapados y sin poder dejar la relación; el 56% de las mujeres se sintió en algún momento humillada o insultada por su pareja; y el 42% asustada. Sumado a esto, el 59% de los varones y el 63% de las mujeres expresó que su pareja no soportaba que hablara con otras personas.
También preguntamos sobre sus sueños y deseos: el 80%, tanto chicos como chicas, sostuvo que desearía encontrar un amor que lo/la acompañe siempre. A la hora de elegirlo, las características más importantes para este grupo fueron: que sea buena persona, que pueda contar con él/ella en momentos difíciles y que tenga sentido del humor.
Los contrastes de este caso puntual son inquietantes y, aunque no son todavía extrapolables, convocan a la reflexión educativa. Si quiero una persona que sea buena, me haga bien, esté dispuesta a acompañarme en los momentos difíciles y podamos divertirnos juntos, ¿por qué entonces elijo a alguien que me quita libertad, me humilla, me insulta o me intimida?
Durante un diálogo sobre experiencias afectivas que le resultaron dolorosas, una joven de 25 años comentó algo que resonó fuertemente: “me siento quemada”. Así como existe el “síndrome de burnout” (del quemado) vinculado al trabajo, este puede palparse hoy, igualmente, en el campo de las relaciones. La intensidad de relaciones tóxicas la han saturado y situado en la desconfianza. Así aparece el contraste angustiante entre querer y merecer un proyecto relacional basado en el amor y el respeto mutuo, y haber perdido la esperanza en que esa relación es posible.
La educación integral es un proceso que implica un profundo cambio en la persona que -desde la autoestima, los valores y los vínculos sanos- aspira a convertirse progresivamente en la mejor versión de sí misma.
Sin embargo, frecuentemente y ante las urgencias por atajar problemas, tendemos a pensar la educación sexual primordialmente en términos preventivos, es decir, “hacia dónde no queremos ir” (ITS; HIV; embarazo adolescente, etc.). A su vez, una perspectiva educativa no puede dejar de plantearse lo esencial y un horizonte que responda “hacia dónde sí queremos ir”: este empieza en que cada uno de los niños, niñas y adolescentes entienda cuánto vale, qué quiere y qué proyecta para su vida. Y significa detenerse para entender qué lo ha lastimado, qué lo ilusiona, qué miedos tiene, qué necesita para tener una vida feliz.
Tales desafíos introducen de manera evidente la importancia del vínculo entre las familias y las escuelas para brindar a chicos y chicas un acompañamiento que estimule su autonomía progresivamente y los lleve a una vida afectiva plena y saludable, en la que un proyecto relacional basado en el amor y el respeto mutuo sea un deseo que llegue a hacerse realidad.
Autora: Carolina Sánchez Agostini. Es psicóloga, Directora de la Diplomatura de Educación Sexual Integral de la Universidad Austral.