Albinos en la Argentina: estigmas y mitos

Federico Generoso no lo podía creer. Habían llevado a Valentina y Mailén a cortarles las puntitas el día que las mellis cumplieron cinco años. ¿No querés cortarles más cortito? Mirá que se paga muy bien”, le dijo el hombre de las tijeras. Federico ya había escuchado esa historia que hace unas semanas dejó de ser un mito, que la melena de Susana Giménez se alimentaba de extensiones hechas con el pelo de mellizas albinas. Pero no pensó que la primera vez que llevara a sus hijas a la peluquería se iba a encontrar con la propuesta concreta. “No, ni quiero saber cuánto se paga”, dijo el padre. “Unos 500 dólares cada una”, le insistió el hombre. Federico no se movió. Hoy cuenta la anécdota y dice que ese es solo uno de los estigmas que protagonizan las personas que nacen albinas.

El albinismo es una condición genética que altera la pigmentación en la piel, el cabello o los ojos. También puede estar presente en otros órganos, aunque es menos frecuente. Nos es una enfermedad ni una discapacidad. Un gen recesivo que puede haber pasado oculto por generaciones, de pronto se manifiesta. Se estima que uno de cada 17.000 chicos que nacen es albino, aunque se trata de cifras calculadas para Estados Unidos.

Mailén y Valentina practican taekwondo
 Fuente: LA NACION – Crédito: Santiago Cichero

En la Argentina no hay un estudio sobre la incidencia en la población local. Existes seis organizaciones que nuclean a unas 2500 familias de albinos en todo el país y que luchan por la aprobación de una ley que haga menos compleja y más accesible su vida cotidiana. La ley está en Diputados y todavía no tuvo grandes avances. En La Rioja existe un pueblo de 300 habitantes, Aicuña, donde en 50 años nacieron más de 50 albinos. Muchos de los residentes se apellidan Ormeño. Allí, el gen recesivo se potenció porque miembros la familia se casaron entre sí.

“Las capas de piel que nosotros tenemos de color, los albinos las tienen transparentes. Por eso tienen que evitar la exposición solar. Porque se llenan de ampollas y el mayor peligro: el cáncer de piel”, cuenta Generoso, que coordina el grupo de Facebook Albinismo Argentina, que tiene 4500 seguidores.

Mailén y Valentina con sus padres, Federico y Patricia, y sus hermanos, Nahiara y Agustín
 Fuente: LA NACION – Crédito: Santiago Cichero

Hasta hace cinco años, él y Patricia Avendaño no sabían nada del tema. Todo cambió el día en que nacieron las mellizas. La primera en aparecer fue Valentina. La doctora se la mostró al papá y para él el tiempo se detuvo. En casa, todos somos morochos, pensó y esta niña venía cubierta con una pelusa rubia, casi fluorescente. Hasta las cejas eran blancas. Cuando trajeron a Mailén, lo mismo. “Sus hijas son albinas”, confirmó la médica. Una oftamóloga les examinó los ojos y les dio la peor noticia de la peor forma. No tenían pigmentación en los ojos. “No van a poder ver”, les dijo. ¿Ciegas? Preguntaron los papás. “Prácticamente”, aclaró. La neonatóloga tampoco les dio esperanzas. Les habló de todo lo que no iban a poder hacer y todo lo que las iba a limitar ser albinas.

Hoy, Federico y Patricia recuerdan aquel pronóstico fatalista cada vez que las mellis divisan a más de una cuadra un colectivo y gritan a coro “es el 160”, el que las lleva de Temperley a Palermo. Por suerte, los médicos estaban equivocados. Con la estimulación y los cuidados adecuados hoy sus hijas llevan una vida más que normal. Van al colegio, a la playa y son conocidas en la cuadra como “las mellis que hacen taekwondo”.

Las melli son muy populares
 Fuente: LA NACION – Crédito: Santiago Cichero

Verlas practicar es una puñalada de ternura, con su gesto adusto, aguerridas, preparadas para el combate. Fuera del entrenamiento son dos personajes muy populares. “Es inevitable que la gente las mire. Son hermosas”, dice el papá. Aunque hay veces que los comentarios pueden ser muy crueles. Una vez, a los papás les dijeron en la calle, “qué lindas, lástima que no viven mucho”. Pero ese es otro de los mitos que se construyen sobre los albinos. De hecho, la gran mayoría de ellos sufre bullying en su infancia y muchos padecen las miradas que se posan sobre ellos cada vez que llegan a un lugar.

Cuidar a las mellis del sol es una tarea que no admite fatiga: varias veces al día tienen que colocarles tres protectores solares: uno para el rostro, otro para el cuerpo y otro para el pelo. Sea invierno o verano. Cada protector cuesta unos 800 pesos y se requieren tres de cada tipo por mes. Además están los lentes especiales y la estimulación visual que requieren para poder superar la falta de profundidad óptica por la ausencia de pigmentación. “Hay obras sociales que cubren algo y otras que no. Por eso es tan importante que se avance en la ley”, explica Federico.

Valentina y Mailén van a sala de cinco. Tienen una maestra integradora que las ayuda a adaptar las consignas a su capacidad visual. Bastas verla para comprobar que los médicos se equivocaron. El año pasado, ellas fueron parte de un proyecto fotográfico que realizó Jorge Mónaco “Albinos, ser diferentes”, que retrató a 30 argentinos y que fue premiado por el Indian Photo Festival de Hyderabad y se expone esta semana en esa ciudad.

Jorge Mónaco retrató a albinos para un proyecto artístico

“A la mayoría los contacté por las redes. Los convoqué para el proyecto, que es un documental fotográfico con un registro poético, por eso los retratos fueron en estudio, con fondo y ropa blancos. Y esa fue la primera dificultad, ya que en su mayoría no les gusta usar blanco”, cuenta Mónaco. “La aceptación de la condición de albinos es una de las mayores dificultades con las que se encuentran. Tanto la autoaceptación como la aceptación social, que muchas veces discrimina al que se ve diferente”, dice. El trabajo de Mónaco muestra personas de todas las edades. Parejas, como Rochi y Lucas, una embarazada como Andrea, un hombre mayor, como Pepe, una adolescente como Blanca Nieves o una mujer afrodescendiente albina, como Marie.

Daniel Díaz tiene 41 años, ama la playa y es el albino rockero de La Matanza. Cuando entra a un lugar y la gente lo mira, él sonríe y convierte esa incomodidad en un diálogo. “¿Sos muy rubio. o qué?”, le preguntó la primera vez que lo vio su novia. “Soy albino”, le dijo. El amor nació después. “Cuando era adolescente, me dejaba el pelo largo y era la envidia del peluquero, que siempre me lo quería comprar. Ya de chiquito, iba a una peluquera que se llamaba Gladys y me decía, tu pelo vale mucho, tenés ricitos de oro. Y le pedía a mi mamá que me llevara si se decidía a vender mi melena”, cuenta. “Ya entonces se decía que era para Susana Giménez. No se si era verdad”, apunta. Nunca lo hizo. Daniel cuenta que él aprendió a llevar el tema desde el lado positivo. “Muchas veces la gente te mira y si le das pie te pregunta y se termina el mito. O incluso, te cuentan que tienen un sobrino albino, que la madre no sabe cómo cuidarlo del sol. Hay mucho desconocimiento”, dice.

Parte del proyecto de Mónaco
 Crédito: Jorge Mónaco

Su papá era conocido en el barrio porque era el lechero que repartía con su camión los bidones de vidrio en las casas. Daniel se acuerda que cuando él era chico, su mamá entraba a las farmacias y pedía el protector solar “más potente que venga”. Y desde chico se acostumbró a que para estar en la playa, tiene que ponerse cada hora y media y no puede estar mucho fuera de la sombra. Pero que no es algo que tenga prohibido. “Me encanta ir a Brasil, para mí vacaciones son la playa”, dice. Como trabaja haciendo repartos en una distribuidora, se pone protección antes de vestirse, porque en verano, a las 6, cuando él arranca, ya hay sol. Cuando era chico, el desconocimiento hizo que quizás en el colegio viviera situaciones que le hubiera gustado no vivir. Pero en la secundaria, aprendió a manejarlo y se dio cuenta que su actitud era casi lo más importante. Y de hecho, hoy, la mayoría de sus amigos son los del colegio.

“Tengo dos tíos que son albinos, pero no había conocido a otros. Así fue que me contacté por Facebook con una agrupación y descubrí que había todo un mundo de albinos que se juntaban, que se ayudaban, y que compartían tiempo juntos. Y conocerlos fue como haber reencontrado a una parte de mi familia. Porque hay cosas que te pasan y que solo otro albino te puede entender”, cuenta.

María, con los anteojos que la protegen
 Fuente: LA NACION – Crédito: Marcelo Gómez

María Sosa tiene 24 años y está en tercer año de Medicina, en la UBA. Llegó a esa instancia gracias a su esfuerzo y ganas de aprender. Hasta tercer grado la pasó mal, porque la disminución visual le complicaba la escolarización. “Una maestra me dijo, yo te puedo ampliar las fotocopias. Algo tan sencillo me cambió la vida, la amé”, cuenta. Porque incluso con los anteojos era difícil ver.

Todo cambió cuando llegó a la facultad. Porque allí conoció la lupa electrónica, que es un elemento clave para las personas de baja visión. “Sino los apuntes de medicina no los hubiera podido leer”, cuenta. “La universidad fue como llegar al asfalto”, resume. Cambió la relación con sus pares y con los docentes. Ya que en la primaria, sobre todo, sufrió el bullying que suelen hacerle a quienes salen de los parámetros tradicionales. “En la facultad la gente lo toma distinto. Te pregunta, pero desde el respeto”, cuenta.

De todas formas, explica, los médicos egresan sin haber recibido casi formación sobre genética y sin saber nada de albinismo. “Genética es sólo un parcial dentro de toda la carrera. Es una cuenta pendiente”, apunta. Es algo que María padeció cuando se atendía en hospitales públicos. “Mi mamá es empleada doméstica, nunca tuvimos cobertura médica. Y fue difícil dar con especialistas que conozcan sobre albinismo”, cuenta. Hoy María trabaja como maestra de inglés, vive en Garín y asegura que no quiere ser ni genetista ni dermatóloga, alguna de las especialidades por las que pasó estos años. “Creo que voy a ser pediatra, porque me encantan los chicos”, dice.

Fuente: La Nación


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